Querido tumor que ya no estás en mi cuerpo

Hoy es nuestro aniversario, aunque el mes pasado reparé en que pasamos juntos al menos tres años. No te perdiste Noruega ni Ibiza ni Oporto, aunque ni yo ni nadie, ni colegas ni amigos ni amantes, te detectamos. Hasta que llegó mamá, te vio de refilón por casualidad, y se empeñó en que fuéramos al médico sin tardar.

Nuestra primera semana conscientemente juntos la pasamos en Portugal, entre consultas, ecografías y TACs. Seguimos trabajando, corrimos en moto, cenamos sushi, fuimos a la playa y a bailar. Pero antes de que me diera tiempo a asimilar lo que estaba por pasar, me vi esperando el pinchazo de una biopsia que me contara quién eras en realidad.

Tuviste el detalle de no ser cáncer, y de amargar tan buena noticia con la amenaza de borrarme la sonrisa, literalmente. Ya es mala suerte que de todos los nervios de mi cuerpo tuvieras que anidar en los dan expresión a mi cara. ¡Pero así eras tú! Cinco centímetros y creciendo que aparecen claramente en fotos, videos y recuerdos. Te veo y no entiendo cómo no pude verte antes. Te miro y pienso: ¿Cómo de deprisa estuve viviendo para no reparar en la pelota de ping-pong que en mi cuello estaba creciendo? 

Después todo pasó muy rápido y muy despacio a la vez. El tango, la mudanza, los médicos, el quirófano, los vuelos. Un año después estoy físicamente recuperada y no te echo de menos, pero tu recuerdo vuelve a mi cuando siento que no siento, y me asusto cuando pienso que puedes volver a aparecer en cualquier momento, en tu forma primigenia o en otra más original. Quizá más grande, más enfadado o con una agresividad que no pueda superar.

Tú me enseñaste que los médicos no deben posponerse, esté en Bangkok o en Bergen; y también que soy mortal, que lo fui siempre aunque me sintiera indestructible, imparable, insultántemente fuerte. Fuiste una lección de equilibrio y fragilidad; la cicatriz que recuerda que en un segundo y sin razón todo puede cambiar; una enmienda a la totalidad a la vida que tanto esfuerzo me costó levantar.

Y así, en las malditas mesas de hospital aprendí que lo que me importaba no era tan importante, y que el ser feliz no se debe aplazar. Temblando, helada e impotente sobre el metal, cerré los ojos y lo vi claro, más claro que nunca: vi las montañas, sentí la música, olí el mar. Vi a mi sobrina aprendiendo a andar, y a sus padres y los míos corriendo detrás. Vi a una mujer caminando descalza, bailando bajo las estrellas y volviéndose a enamorar, aprovechando cada segundo de su segunda oportunidad.

  • A quienes me cuidaron, aguantaron y quisieron antes, durante y después del tumor, en las distancias cortas, medias y largas, gracias por estar ahí. A quienes me tranquilizaron y entendieron, gracias por existir, por escucharme y por hacerme sentir menos sola aquellos días imposibles para mi.

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