Cuentan que el emperador Carlos V gustaba en sus años mozos de visitar la coqueta localidad de Oudenaarde, un agradable enclave ciclista en el corazón de las Arenas Flamencas. A su alteza, como a todo buen español, le encantaba comer y beber con los amigotes en los amplios salones del palacio que hoy hace las veces de ayuntamiento y, muy especialmente, pasar a saludar a una de sus queridas amantes con residencia en la ciudad.
Por aquel entonces un tal Hans era el vigía de la urbe. A diario, este hombre sin vértigo se encaramaba a la alta torre de este elegante y gótico edificio y velaba por la seguridad de sus vecinos. Si alguna horda enemiga se acercaba a las puertas de Oudenaarde el encargado de dar la voz de alarma era Hans, un paisano que no siempre acudía a su puesto tan sobrio como puntual.
Así pasó la vida el vigilante, cada noche oteando el horizonte con unas cuantas cervezas de más hasta quedar dormido sobre la repisa de su mirador. Todo iba bien, los habitantes de Oudenaarde vivían felices y nadie les invadía, hasta que un buen día el emperador, original de Gante, llegó a las puertas de la ciudad, ¡mientras Hans dormía!
Esperó y esperó don Carlos V a que alguien le abriera la puerta. Una hora, otra hora, otra más. Y nada. Hans como un ceporro. Y Charlie seguía esperando, y esperando, y esperando. Para cuando alguien se dio cuenta que su alteza llevaba horas aguardando una calurosa bienvenida el pobre rey llevaba ya mucho tiempo apostado a la entrada de Oudenaarde. Estaba cansado y enfadado. El venía a beber cerveza y a jugar con la querida y, en vez de eso, a la fresca lo tuvieron. Era una afrenta que el monarca no podía perdonar. Al menos no alegremente.
Hans, que era tan fiel a la cerveza como a la verdad, confesó lo ocurrido y cargó con la culpa de los hechos. Pidió perdón una y mil veces a los pies de su alteza y prometió que una cosa así jamás se volvería a repetir. Carlos V, conmovido por la sinceridad del vigía, decidió perdonarle la vida pero castigar a la ciudad de una forma muy peculiar: hizo que sus habitantes tuvieran que añadir un elemento más a su escudo de armas a elegir entre un bonito gorro de dormir (alusión a la siestecita de Hans) o unas gafas de ver (símbolo de que, a partir de ese momento, los vigías estarían más atentos).
Los habitantes de Oudenarde optaron por lo segundo y por eso, a día de hoy, todo escudo de la ciudad lleva grabado unas divertidas gafas que recuerdan a sus habitantes que, la próxima vez que haya un emperador pululando por Europa, mejor están atentos, descansados y listos para tomar cerveza una vez acabada la jornada laboral.
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