A los cinco minutos de llegar a Koh Samui sentí el impulso de salir corriendo. Tres taxi-vans que me dejaron donde les dió la gana tuvieron en gran parte la culpa. Ver guiris quemados dando voces por todos lados tampoco ayudó. Fue poner el pie en la isla más grande del Golfo de Tailandia y valorar muy seriamente la posibilidad de marchar ipso facto a la vecina Koh Phangan. Ya en el embarcadero a punto de comprar el billete del catamarán recordé que las primeras impresiones a menudo no son las acertadas y que toda persona o lugar se merece una oportunidad. Incluso este.
Koh Samui es un paraíso tropical invadido por el turismo de masas. La isla está completamente tomada por visitantes, tanto locales como extranjeros. No hay más que darse un paseo por la norteña playa de Chaweng para llegar a esta conclusión. Ahí todo son resorts y bares a escasos 10 metros del mar, un mar turquesa o verde, frecuentemente de ambos tonos, más turbio que cristalino y más concurrido que un concierto de los Rolling Stones. Así a primera vista no resulta un panorama muy alentador.
Pero cuando uno consigue hacerse un hueco entre las infinitas tumbonas que todo lo llenan, con suerte a la vera de una esbelta palmera y junto a un garito de reggae en el que periódicamente suena No woman no cry, empieza a pensar que que Koh Samui no está tan mal. A Marley le hacen los coros el sonido de las olas y las voces de unos vendedores ambulantes que siempre están abiertos a regatear sobre la arena fina de la playa. La isla es más cara que el continente, pero más barata que su vecina Koh Tao (a excepción del alojamiento).
Unos niños thais juegan en la orilla con una colchoneta verde, un par de chavalitos practican malabares con herramientas que a la noche prenderán con fuego. Cientos de cuerpos se broncean, los más cocktail en mano. El ron, el vodka y el tequila se venden a medio día y por la tarde a precio de 2 x 1 bajo el reclamo de los happy hours. A ratos cruzan aviones sobre los tumbados para sorpresa al principio, para entretenimiento después. Increíblemente cerca en todas las ocasiones.
Al ver pasar el enésimo cuerpo con pésimo gusto tatuado me preguntó si tener algo horrendo grabado no es condición sine qua non para estar en Koh Samui. Quizá nadie se ha percatado aún de que mi piel es tattoo virgen, quizá en el momento menos pensado alguien se de cuenta y me echen. Pero tengo un plan: si alguien viene a por mi le daré esquinazo en cualquiera de las cabañas de masaje con vistas al mar donde a uno le hacen de todo por 200 o 300 baths (4,7 o 7 euros) unas tailandesas de manos mágicas. Si, eso haré llegado el momento.
Pero pasan las horas y no ocurre nada. Me entretiene el espectáculo de niñatos y pie girls que la noche convertirá en party animals a golpe de alcohólico bucket. El mismo rollo desfasado se podría encontrar en Brighton o Magaluf, pero esto es Tailandia Sobre, un lugar en el que he acabado por relajarme hasta sentirme cómoda y bronceada. Dicen que Koh Samui es destino familiar, a mi me parece más una isla para bailar y beber hasta que el cuerpo diga basta. No traería aquí a mis hijos ni borracha, por lo menos no a la zona de Chaweng.
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Fantástico Cristina. Llevo semanas viajando contigo a través de ese maravilloso país del sudeste asiático… y sin moverme del sofá de mi casa en Madrid. Tal es la fuerza de tu palabra escrita y de tus fotos. Gracias por estos momentos inigualables. Un abrazo
Querido José Manuel, muchas gracias por seguir mis aventuras. Aunque las leas desde el sofá de casa espero que algún día te animen a visitar el sudeste asiático o, cuanto menos, Tailandia. Cambiar sofá por hamaca ha sido para mi una excelente decisión 😉