Me gusta entender los cementerios como el reflejo de las sociedades. Por ejemplo, el Cementerio de La Almudena en Madrid está lleno de obras. Muy propio. Y es inmenso, el más grande de Europa según dicen.
Allí, como entre los habitantes vivos de la ciudad, se puede encontrar de todo: desde un templo construido al estilo grecoromano hasta el más sobrio de los epitafios; desde coloridas tumbas de niños hasta barrocas capillas de adineradas estirpes. Y cuenta con una parte hebrea y un espacio civil, lugar de descanso este último de personalidades como Dolores Ibarruri, Francisco Pi Margal o Marcelino Camacho.
Pero además el cementerio de La Almundena es fiel cronista de la historia de la capital. Allí tienen su hueco, entre otros, los llamados Héroes de Cuba y Filipinas, los caídos de la Legión Cóndor y los fallecidos en el incendio del teatro Novedades. La parca no entiende de idelogías ni de banderas.
Durante mi visita, uno de los lugares que más llamó mi atención y, confieso, me puso los pelos de punta, fue la tapia del cementerio del este, junto al monumento a las Trece Rosas, donde una placa y varias decenas de flores secas recuerdan el lugar donde se calcula que al menos 3.000 personas fueron fusiladas por el régimen franquista inmediatamente después de la Guerra Civil.
El día de Todos los Santos flores y más flores. Naturales, de plástico, de colores fosforitos. Pensándolo bien este es el día más alegre para ir a un cementerio. O por lo menos el más colorido y animado. Familias gitanas que pasan el día “alegremente” junto a los restos de sus seres más queridos, madres e hijos que arreglan la tumba de alguien que ahora falta, viudas y viudos que visitan al amor que perdieron tiempo atrás.
Y es que la muerte no distingue entre ricos y pobres y, al final, nos hace a todos sencillamente iguales.