El monzón suena a invierno en Santander. Lento, húmedo, pesado. Por alguna extraña razón siento que somos conocidos o, al menos, no dos extraños. Cae con ganas agua sobre un Ganges que al poco de nacer baja ya tan ancho como la desembocadura del Asón. La misma lluvia que no suelo querer ver ni en pintura, de repente despierta simpatía en mi. Curioso es el mundo, y curiosos los viajeros.
El cielo de la India no funciona como el occidental. Las estrellas que anoche pensamos preludio de buen tiempo nos toman el pelo: nubes grises resbalan por el valle a primera hora. Al otro lado del río una mujer desciende las escaleras de un pequeño gaht. Se moja los pies, la cara, coge agua, estira el sari y se marcha.
Decenas de turistas con chubasqueros azules, naranjas y amarillos cruzan el Lakshman Jhula, uno de los puentes que conectan ambas orillas de Rishikesh. Parecen hormiguitas multicolor, chiquitas y ordenadas. A ratos nos sobrevuela un helicóptero, pero no hay atisbo de manifestación. Un par de horas más tarde sin previo aviso sale el sol y parece que allí no ha llovido nunca. Así vivimos, y no nos va mal.
“Todos los aviones que vengan a la India deberían aterrizar aquí como transición”, dice Laia mientras sufre lo que cree gastroenteritis. No podría estar más de acuerdo con ella, lo que fuera por ahorrarle al visitante (especialmente al primerizo) la patada en la cara que supone Nueva Delhi. Las actividades estrella de Rishikesh son el yoga y pasear, pasear hasta las cascadas que están más allá de casa de Dilip, hasta el Ashram de los Beatles, hasta el Ram Jhula. También tomar té sobre el sagrado pero sucio río hindú. Ver la vida pasar es deporte nacional.
He ido a caer a una parte de Rishikesh un tanto alejada del centro. Me alegro mucho, sobre todo porque hasta aquí no llegan los rikshaws. No caben por el estrecho puente que conecta las orilla. Bendito puente. Sus tirantes se me antojan magníficamente estables a pesar de su longitud, de estar suspendidos tantos metros y colgados a los pies del Himalaya. Los monos deben compartir mi opinión porque lo ocupan de continuo. Los de la mañana son bastante más simpáticos que los de la tarde. Pero, ¿quién y cómo construyó este puente? Él o ella debió ser un máquina que flipas.
ME GUSTA GHANESH
Mi deidad favorita del hindusimo es Ghanesh, el dios al que su padre [Shiva] cortó la cabeza al equivocarlo con un amante de su madre [Parvati]. Tras semejante tropelía, la mujer montó en cólera y amenazó con lo peor a su marido que, para evitar un divocio de apocalípticas consecuencias, salió a buscar una cabeza de repuesto. Como te lo cuento.
Un elefante sagrado fue lo primero que se cruzó Shiva en el camnino. Perfecto, debió pensar el destructor. Ni corto ni perezoso, el temido y poderoso dios volvió a casa con la cabeza de un paquidermo bajo el brazo, la plantó sobre el cuello se su descabezado retoño y aquí paz y después gloria. Parvati encantada de la vida. Seguro que hasta preparó perdices para comer. Todo muy lógico porque esto es India y, como me ha enseñado mi guía y nuevo amigo Shivam, in India everything is possible.
En India todo es posible. Lo discutía también con mi otro nuevo amigo Suresh bajo el cielo estrellado. Igual hablamos de religión. “Nuesto Jesús es majo pero vosotros tenéis un dios con cabeza de elefante. ¡No se puede competir con eso! Es mucho más divertido”. Poco se fija un indio en estas nimiedades. “Dios es el mismo para todos sin importar el nombre que se le de”, sentenció. Después nos fuimos a dormir y yo, una vez más, volví a dejarme arrullar por esa lluvia extrañamente familiar mientras Morfeo me abrazaba con más cariño del que acostumbra a usar en casa.
(*) NOTA: En esencia este texto fue escrito el 7 de agosto de 2012 durante mi primer viaje a la India y mi primera vez en Asia. Contaba por entonces 27 años, y aquel país me tenía absolutamente en shock, para bien y para mal. Me pregunto qué sentiría ahora si volviera a caer en este mismo lugar.
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